ÉTICA Y PUBLICIDAD: UNA HISTORIA MAL CONTADA
Tercera Parte
Mercedes Montero
Universidad de Navarra
David Ogilvy y la reforma de la profesión
En 1963 David Ogilvy, un escocés de buena familia afincado en Madison Avenue, publicó Confesiones de un publicitario. El libro recuerda mucho Mi vida en la Publicidad, de Hopkins. De hecho, Ogilvy se declara en varias ocasiones gran admirador del viejo maestro. Como él, en su libro cuenta una experiencia profesional de manera directa y sincera. Y se refiere constantemente a las exigencias éticas del quehacer publicitario.
Los años del despegue de su agencia (Ogilvy, Benson & Matter) coincidieron con aquellos que describió Packard en su obra. Es dificil, sin embargo, reconocer lo que dice éste último en las confesiones íntimas de Ogilvy. Se declara sin ambages partidario del trabajo en serio, realizado por gente que es feliz con ello; de los profesionales con honestidad intelectual, de los que respetan la experiencia de sus colegas y no se aprovechan de los demás; de los que contratan gente muy buena para que puedan sucederles al frente de la empresa; de los que contribuyen a la formación de sus subordinados; de los que son amables y tratan a sus clientes y a sus colegas como seres humanos. No aprueba, por el contrario, el enchufismo, la adulación, o la tiranización de los subordinados. En su libro, dice:
La marcha de una agencia requiere vitalidad, resistencia suficiente para rehacerse tras las derrotas, afecto para todos los hombres que la componen y tolerancia para sus debilidades, genio para resolver rivalidades y un ojo clínico especial para distinguir las oportunidades únicas. Y mucha moralidad. El personal que trabaja en una agencia de publicidad puede sufrir serios golpes en su “espíritu de equipo” si sorprenden a su director realizando actos que no respondan a unos principios férreos.
Ogilvy realizó grandes campañas (Rolls Royce ó Shell, por ejemplo) y ganó mucho dinero. En su libro expone también las condiciones para lograr el éxito, según su propia experiencia: “lo que se dice es más importante que la forma de decir”, “a menos que su campaña se base en una gran idea, no hay duda de que se vendrá abajo, “expongan los hechos”, “no se puede cansar al público para que compre”, “hay que tener buena educación y no hacer jamás el payaso”, “debe hacerse una publicidad contemporánea”, “los comités pueden criticar los anuncios, pero no redactarlos”, “si se tiene la suerte de acertar con un buen anuncio, hay que repetirlo hasta que deje de interesar”, “no hay que redactar nunca un anuncio que nos desagradaría que leyese nuestra propia familia”, “nada de plagios”. Verdaderamente, no se encuentra en este decálogo nada que suene a manipulación. Más en concreto, Ogilvy se atrevía a asegurar:
Si se dicen mentiras acerca de un producto, se expone uno a ser descubierto […] por el consumidor, que nos castigará no comprándolo por segunda vez.
Los buenos productos pueden venderse mediante una publicidad honesta. Si no se cree que el producto es bueno, no se debe anunciar. Si se dicen mentiras, o se actúa como un camaleón, acomodándose al ambiente, se le hace al cliente un flaco servicio, se incrementan los cargos de culpabilidad y se atizan las llamas del resentimiento público contra todo el negocio publicitario.
De nuevo, no deja de sorprender la práctica habitual de la industria, tan normal como la de cualquier otra empresa dedicada a la creatividad o a las diversas formas de comunicar; y el tinte negro que algunos, a partir de Packard, se empeñaron en ver en la totalidad de ella. Evidentemente, no todo en publicidad está bien hecho. Pero tampoco en el resto de las profesiones, sean o no de la comunicación. Ya dijo un clásico que el ser humano debe estar siempre reformándose. Como buen ex-alumno de Oxford (donde estuvo poco tiempo) Ogilvy debió conocer a los clásicos y aprender algo de ellos. Él veía el problema no en la publicidad, sino en la civilización a la cual ésta servía. El final de su libro no deja lugar a dudas: algo va a pasar en Occidente si no hay una seria reforma de muchas estructuras:
La publicidad televisada ha hecho de Madison Avenue el arco simbólico del materialismo más grosero. Si los gobiernos no ponen pronto en marcha el mecanismo que regule la televisión, me temo que la mayoría de los hombres razonables del mundo coincidirán con Toynbee en que “el destino de la civilización Occidental marcha hacia el conflicto con todo lo que Madison Avenue representa”. Tengo un señalado interés en la supervivencia de Madison Avenue, aunque dudo que pueda sobrevivir sin una reforma drástica.
Hill & Knowlton señalan que la inmensa mayoría de dirigentes razonables estiman que la “publicidad promociona valores demasiado materiales”.
El peligro […] está en que lo que piensan ahora estos dirigentes lo van a pensar mañana la mayoría de los votantes.
Leídas hoy, dos meses después del fatídico 11 de septiembre, son palabras que suenan casi a profecía.
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