La Magia de Poder Cambiar.

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Anclajes Mentales para el Buen Humor Productivo

Hábitos y Anclajes

Un Blog para recorrer FRASES o CONCEPTOS como en LA ACADEMIA y poder pensar o discutir como en el LICEO!
LA IDEA ES QUE CON ESTOS CONTENIDOS SELECCIONADOS APRENDIDOS Y UTILIZADOS, PUEDES, SIN DUDA ALCANZAR EL BUEN HUMOR PRODUCTIVO PERSONAL!

miércoles, 16 de julio de 2014

COOPERATIVA: 2014 AÑOS DE LUCHA

 

La Raíz de los últimos 8 meses es una parodia de la lucha del Bien y El Mal encarnada en héroes y villanos con caras comunes, ideas comunes y vicios comunes.

aFAVOR

La matemáticas, una expresión abstracta que todos aceptamos objetivamente?

LA INTRODUCCIÓN A LA ALIENACIÓN SOCIAL

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AL ESTILO MARIO

PARITARIAS

LO MISMO PERO AL REVÉS

“Este quien este, haga quien haga, me va a joder”

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QUE DIOS TE AYUDE?

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NOTAS:

PUNTOS DE VISTA CONTRADICTORIOS:

EL DELITO DE CONCUSIÓN en perjuicio de 32.600 socios.

Bitácora de lecturas de la cátedra de Derecho Procesal Penal (Sede Trelew) - Facultad de Ciencias Jurídicas - Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco

Galimberti y la interpretaciòn del DERECHO PROCESAL: Abuso de Autoridad?

EL IMPUTADO Y LA VICTIMA

Materiales:

  • Declaración sobre los principios fundamentales de justicia para las víctimas de delitos y del abuso de poder (Resolución Nº 40/34 de la ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS, del 28 de Noviembre de 1985)
  • Delincuentes y víctimas: responsabilidad y equidad en el proceso de justicia penal (10º Congreso de Naciones Unidas sobre Prevención del delito y Tratamiento del Delincuente. Viena, 2000)
  • Derecho de las víctimas de violaciones de las normas internacionales de derechos humanos y del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones (Resolución 2005/35 UN del 19/4/2005)
  • Ley de ayuda pública a víctimas de delitos dolosos y violentos Nº 5241
  • Directiva del Consejo de las Comunidades Europeas. Bruselas, 16.10.2002

CODIGO PROCESAL DEL CHUBUT:

  1. Reglas comunes:
  • Protección de intimidad y privacidad (art. 13)
  • Derecho a un trato digno (art. 14)
  • Igualdad de partes (art. 17)
  • Justicia en un plazo razonable (art. 19)
  • Principio de publicidad (art. 23)
  1. Derechos del imputado: régimen de garantías
  • Denominación (art. 81)
  • Derechos (art. 82)
  • Declaración (86)
  • Asesoramiento técnico (art. 91)
  • Constitución en QUERELLANTE (art. 102)
  1. Derechos de la víctima:
    • Regla (art. 15)
    • Representación especial (art. 36)
    • Derecho de persecución (art. 45,2º)
    • Calidad de víctima (art. 98)
    • Derechos (art. 99)
      • Trato digno
      • Respeto de la intimidad
      • Protección de su seguridad
      • Intervención en el procedimiento y en el juicio
      • Información
      • Examinar documentos y actuaciones
      • Aportar información
      • Recusar
      • Ser escuchada antes de una decisión que implique la extinción o suspensión de la acción, siempre que lo solicite expresamente.
      • Requerir la revisión de la desestimación o archivo
      • Impugnar el sobreseimiento (379) y la sentencia (379,2º párrafo)
      • Obtención De medidas cautelares (art. 237)
    • Obligación del Fiscal respecto de la víctima (art. 268)
    • Indemnización: Ley 5241 Provincia del Chubut

Intersección

Cada vez que uno se asoma a este tema sufre una sensación paradojal: es muy difícil desprenderse de las imágenes. Al fin y al cabo, las imágenes –y no sólo los conceptos- construyen sentido. La trama del lenguaje tiene estos misterios.

Si pensamos en el concepto de víctima, es posible que la primer imagen que se nos presente sea la del Holocausto. Es allí donde se estatuye la idea moderna de víctima, como la persona consagrada al holocausto. Esta imagen es tan fuerte que impregna el concepto de imputado como victimario, estableciendo un vínculo semiológico.

Es en estas construcciones del lenguaje donde se instala una contradicción tan fuerte que impide el diálogo, pues el diálogo, como relación con el otro, debe suponer que a una pregunta le sigue otra. En la medida en que a una pregunta la cierra una respuesta, el diálogo finaliza, la tensión se cristaliza en un resultado. Y en la imagen del Holocausto el diálogo no es posible: en las palabras de Ana Arendt, y luego en las de Santiago Nino, el mal absoluto es irreductible. El victimario no tiene redención, no es sujeto con quien establecer un diálogo.

Las categorías ofensor-ofendido, acusador-acusado, demandante-demandado, víctima-victimario, admiten gradaciones que se establecen principalmente en consideración al ejercicio de poder. Sobre las categorías víctima-victimario, en consecuencia, deben superponerse otras categorías, como la que reflejan la mayor o menor vulnerabilidad del sujeto aludido en el contexto socio-cultural y económico, y en La relación política.

De esta manera podemos diferencias diferentes relaciones duales, que no necesariamente participan de los mismos caracteres y por eso afectan las consideraciones generales. Una primera complejificación del tema nos permite identificar las siguientes series:

  1. Casos de víctimas de crímenes de lesa humanidad;
  2. Casos de víctimas de abuso de poder;
  3. Casos de víctimas vulnerables e imputados protegidos
  4. Casos de víctimas ocasionales e imputados vulnerables
  5. Casos de víctimas e imputados vulnerables

Diálogo: lo único indispensable es que el otro me diga algo, y yo le pueda responder.

Esto es lo útil de lo inútil; la reivindicación de la inutilidad.

Es necesario pensar la vinculación víctima-victimario en los diferentes niveles de diálogo posibles. Pensemos que el excluido es un sujeto socialmente inútil, y nuestra sociedad reivindica lo útil. De modo que un sujeto vulnerable psico-socialmente es, en principio, un individuo inútil, y por lo tanto invisible.

Es el reconocimiento del otro, que en principio es el reconocimiento del extranjero, aquel que no tiene derecho, y que ha de tratarse como persona hostil.

Cuando se admite que hay conflicto, es cuando tiene lugar la igualdad.

Así, no hay conflicto cuando se trata de una víctima de abuso de poder. No hay conflicto cuando la extrema vulnerabilidad de uno de los sujetos lo descoloca de cualquier plano de igualdad.

Lecturas:

  • Legislación y documentos citados
  • Pérez Galimberti: "El rol de la víctima y del imputado en el modelo procesal acusatorio"

La ausencia del “Echo Social” y la producción de recrear la naturaleza de la participación.

COOPERACION Y SOCIOLOGIA

SUMISION O ALINEACION? EL núcleo corporativo de poder + La clase política burguesa y la clase media dependiente.

DE LO INMENSAMENTE GRANDE EN LA GLOBALIZACION COMO LAS GUERRAS ARMADAS HASTA, LOS PEQUEÑOS Y DIMINUTOS COTOS DE PODER EN UN RINCON PERDIDO DE LA CIUDAD COMO LA COOPERATIVA, UN CLUB O LA ASOCIACION VECINAL... TODO ES OBJETO DE ESCALA, Y LA MAGNITUD DE LA PRIORIDAD LA DAN LOS EJECUTORES DEL MODELO MAS PROXIMOS EN LA PIRAMIDE DE PODER. LA CUESTION ES, PENSAR O NO DEJAR PENSAR.

Según han diagnosticado varios de los más importantes pensadores vivos de nuestro tiempo, en el mundo globalizado se vive en estado de excepción, en una guerra permanente que se quiere perpetua, bajo una agresividad cotidiana y micropolítica producto del predominio de esa competencia capitalista que se ha erigido ya como la única relación social entre los seres humanos suplantando a todas las demás. Estamos sumergidos en una suerte de totalitarismo sutil en el que lo real ha desaparecido suplantado por la imagen y el simulacro de una vida ausente.

Si el marxismo descubrió la doctrina de la alienación, el pensamiento contemporáneo no cesa de afirmar que ésta ha llegado a ser absoluta y que ya no cabe más que la realización de prácticas singulares de ironía o de cinismo para poder describir y narrar los no acontecimientos que nos rodean. Los diagnósticos son apocalípticos pero, como en los diálogos de Platón, el uso de la ironía no permite saber hasta qué punto se esgrimen en serio o en broma. No se puede discriminar bien si la ambivalencia de los contenidos se debe a una estrategia contra la censura, a una realidad de las cabezas pensantes o a un reflejo de lo que aparece en el mundo en que vivimos.

De los dos mil conflictos armados que asolaban el planeta cuando comenzamos el nuevo milenio, el de Irak fue y es el más notorio, pero la guerra se cierne sobre cada esquina y cada calle de las grandes ciudades, de esas megalópolis inhabitables en crecimiento ciego, corrupto y exponencial, que conforman nuestra casa, nuestro espacio cercano, nuestro territorio, nuestras estructuras de poder inmediato, y por supuesto como no, nuestra Cooperativa como factor de espacio de poder que no se quiere resignar, no tanto por el valor cuantitativo, sino pues, por el valor cualitativo del SE PUEDE CAMBIAR LAS REGLAS DE PODER Y SUMISION...

Ya el viejo Platón señalaba en sus tantas veces criticadas Leyes

que “lo mejor no es la guerra ni la sedición -antes bien, se ha de desear estar libre de ellas-, sino la paz recíproca acompañada de buena concordia” (Leyes 628c). Pero nuestro mundo actual, en lugar de por la senda de la cooperación, la amistad y la concordia, lleva el barco del planeta hacia la catástrofe del naufragio, embebido de egoísmo, guerra y discordia por doquier.

La sumisión al poder ilegítimo

Las páginas que siguen forman parte del capítulo VII de la obra El derecho a la rebeldía, que en estos días saldrá a la luz. Los temas que en ella se debaten constituyen la máxima actualidad en nuestro horizonte político, y deben ser materia de estudio para cuantos se interesan porque el porvenir de España aparezca despejado y libre su camino.
Al servicio de una doctrina sólida y de una erudición viva e inagotable, pone el autor una pluma que es aquí acerada, incisiva, tajante a veces; la misma que con joven alacridad fue en otra ocasión buscando suavemente las huellas de la más española de las Santas para descubrir devotamente el Polvo de sus sandalias. La que ahora, como entonces, es hondamente española, como templada en los entresijos calientes de una tradición. Una pluma hecha más que para barrer el suelo en gesto de galanía, para lanzarse hacia adelante, como flecha de verdades, en busca de un corazón.

El ejercicio de la autoridad en los poderes ilegítimos

Recordemos algunas ideas ya conocidas: los poderes ilegítimos carecen de verdadera autoridad. Lo mismo los que, por abuso de poder, caen en una ilegitimidad substancial y definitiva, que destruye los títulos de la autoridad, que aquellos otros que, sin título, se apoderan del poder y son usurpadores.

Ahora tenemos que precisar la obligación de los súbditos en frente de esta clase de poderes, o, lo que es lo mismo, enfrente de la tiranía. Pero es lógico que la obligación de obediencia en los súbditos sea correlativa del derecho de mandar en los tiranos. Claro es que, si carece de autoridad, no puede arrogarse ese derecho y está obligado a entregar el poder al legítimo soberano. [206] Pero la cuestión se plantea precisamente para el caso en que se obstine en la detentación del poder. ¿Qué ha de hacer, entonces, mientras persista en la usurpación? ¿Cuál será su deber?

Salas{1} y Castro Palao{2}, entre los antiguos, sostienen que el usurpador, mientras detente el poder, debe gobernar de hecho, para no frustrar, con grave daño del cuerpo social, el fin primario de la autoridad. Esta es también la opinión de algunos modernos, como, por ejemplo, Gil Robles, y, lógicamente, han de admitirla todos los que al hecho de la posesión vinculan el derecho de la autoridad. «El detentador injusto, dice Gil Robles, «por el hecho de la detentación contrae el deber de gobernar bien, ya que gobierna, no de otra suerte, por ejemplo, que el padre ilegítimo, con ocasión de su pecado, echa sobre sí las obligaciones de la paternidad». «Mientras no renuncie a su soberanía efectiva... tiene el deber de ejercerla y de ejercerla justamente, en virtud de la situación, en que voluntariamente se ha colocado.»{3}

Sin dudar, nos inclinamos al parecer de Suárez, Lugo, Belarmino, Cathrein y la inmensa mayoría de los autores, según los cuales el usurpador ni debe, ni puede poner acto alguno de gobierno. ¿Con qué derecho? La comparación de Gil Robles no es aplicable al usurpador. El padre ilegítimo contrae, es verdad, deberes y derechos respecto del hijo, fruto de su pecado. Pero se trata de un hecho indestructible, con un efecto necesario y ya producido. En cambio, en la usurpación nada hay indestructible y necesario. La detentación del poder cesará inmediatamente, a voluntad del detentador. Por eso, porque es, en todo momento, voluntaria, la permanencia en ella no legitima ningún acto propio de la verdadera autoridad. Si el usurpador pone alguno de esos actos comete una injusticia. Como es injusticia continuada la detentación. Puede, pues, decirse que al usurpador le acosa la injusticia. Si gobierna, es injusto, porque cada uno de sus actos de gobierno es una usurpación. Si no gobierna, es injusto también, porque es causa del daño de la sociedad.

Ni tiene nada que ver esta doctrina con el famoso caso perplejo de los moralistas, en que por todos lados existe necesidad de [207] pecar. El caso del usurpador es distinto. La necesidad de sus injusticias es meramente hipotética y la condición depende de su libre voluntad. Porque el origen de sus forzadas injusticias es la voluntaria permanencia en la detentación del poder. Es injusto porque quiere. Entre gobernar o no gobernar, que son para él dos caminos vedados, tiene libre otro camino, que es el único lícito: abandonar el poder entregársele a su legítimo señor.

Sumisión

Sea lo que fuere de la cuestión anterior, la obligación de los súbditos con relación a los actos de gobierno del tirano, es clara y sencilla.

Mientras el abuso de poder se mantenga en tales límites que todavía no deban considerarse viciados los títulos de legitimidad del tirano, éste conserva su derecho de gobernar la sociedad, y los súbditos tienen la obligación de obedecerlo en aquellos actos de gobierno, que no sean tiránicos. No la tienen en los tiránicos.

En cambio, cuando la tiranía llegue a tal exceso que anule la legitimidad del poder, el tirano pierde toda su autoridad y los súbditos deben equipararle al tirano en el título, al usurpador. Las reglas de conducta serán las mismas respecto de uno y de otro. «Cuando la autoridad –dice Gil Robles– es habitualmente, injusta en materia grave y en la mayor parte de órdenes y actos concretos de imperio, puede acontecer que no sólo no haya obligación de obediencia, sino que sea indebido e injusto, por lo tanto, el prestarla.»{4}

Es, poco más o menos, lo que vamos a exponer respecto de la sumisión al tirano usurpador.

* * *

Todos los autores de sana doctrina coinciden en afirmar que cuando la sociedad se encuentra dominada por un poder de esta clase, los ciudadanos están obligados a cumplir, a poner en práctica las leyes y disposiciones que dicte el tirano, con tal que sean [208] necesarias, en tales circunstancias, para el bien común. Todas las que sean necesarias y sólo las que lo sean.

Oigamos a León XIII:

«El bien común de la sociedad es superior a todo otro interés, porque es el principio creador, el elemento conservador de la sociedad humana, de donde se sigue que todo verdadero ciudadano debe quererlo y procurarlo a toda costa. Pues de esta necesidad de asegurar el bien común deriva, como de su fuente propia e inmediata, la necesidad de un poder civil que, orientándose hacia el fin supremo, dirija sabia y constantemente las voluntades múltiples de los súbditos agrupados en torno suyo.»{5}

Cuando, en una sociedad, se ha hecho imposible, bien que injustamente, el ejercicio del legítimo poder, el interés común, tal vez la existencia misma de la sociedad, están ligados al gobierno del poder ilegítimo. El cumplimiento de sus leyes es el único medio para contener una anárquica disgregación de la sociedad.

Suárez expone esta misma razón: «Sucede que cuando la República no puede resistir al tirano, le tolera y se deja gobernar por él, porque el ser por él gobernada es mal menor que carecer de toda coacción y dirección»{6}.

Por eso, la sumisión por parte de los ciudadanos es obligada «como un factor –dijo muy bien Gil Robles– sin el cual la sociedad no puede existir».

Pero adviértase que esta sumisión se funda exclusivamente en una exigencia del bien común. Luego habrá de extenderse únicamente a lo que se extienda esa exigencia y mientras la necesidad perdure. «Es deber de los católicos –decía el Cardenal Segura– tributar a los gobiernos constituidos de hecho, respeto y obediencia para el mantenimiento del orden y para el bien común».

«Mas como tal deber [el de la resistencia al tirano] ha de subordinarse –escribe Gil Robles– al más fundamental y final de patriotismo recto y sano y a las particulares obligaciones, que éste contiene e implica, en cuanto el soberano ilegítimo consolide su situación y gobierne, tienen el deber los ciudadanas de [209] cooperar a ese gobierno, en general, en las mismas condiciones, esferas de acción, medios y recursos que si gobernara el poder legítimo, y esto no por el detentador, sino por la nación y la piedad, también filial, en cierto modo, que con aquélla une a sus miembros. Lo que hay es que, en sociedades virtuosas, «la conciencia y el honor» retraen a los ciudadanos de prestar los «servicios que no sean estrictamente indispensables.»{7}

Esta es la regla cierta: obligación de prestar al tirano, mediante la sumisión, lo «estrictamente indispensable» para que el bien común se salve.

No es fácil definir la extensión, que puede alcanzar este bien común. Las circunstancias se encargarán de ampliarla o reducirla. En los comienzos de la usurpación, el bien común deberá tal vez reducirse al mantenimiento del orden material. Pero a medida que se alargue la tiranía, la vida social habrá de salir de su primera parálisis y tendrá que adquirir un mayor desenvolvimiento. Todo eso será ya bien común. Y tal puede ser la persistencia de la usurpación, aun sin llegar a legitimarse, que el interés social abarque, definitivamente, la vida normal de la sociedad.

Y la obligación de los súbditos se ampliará, progresivamente, en la misma medida.

Fernando Bertrán, en un artículo rotulado Sumisión y acatamiento, ha descrito, con visión exacta, esta situación social: «A través de todo régimen y de todo gobierno se establece una continuidad de la vida civil, administrativa, económica y jurídica del país, que no puede interrumpirse por la insumisión anárquica de los ciudadanos»{8}.

Los autores clásicos, Suárez, sobre todo, tratan de precisar, concretamente, los actos, en que es sólo lícita y aquellos otros, en que es obligada la sumisión al tirano{9}. Algunos, sí, se pueden puntualizar, pero el criterio supremo y único es la gran norma: lo que pida el bien común.

Ella regula la amplitud de la obligación y de la licitud y también la duración de ese deber de sumisión: Durará el deber, en frase de León XIII, «mientras lo demanden las exigencias del [210] bien común»{10}, es decir, mientras no haya más remedio que tolerar la opresión y la tiranía.

¿Obediencia?

Sumisión, sí, pero no obediencia. Es ofrenda demasiado preciosa para ponerla a los pies del usurpador. La obediencia responde al derecho de autoridad, y ya hemos repetido que el detentador del poder no tiene autoridad.

Aquellos autores que, de una o de otra manera, le reconocen autoridad verdadera, tienen, sí, que exigir a los súbditos verdadera obediencia. Así, por ejemplo, Meyer: «Una vez establecido, en posesión pacífica, el régimen del usurpador, los ciudadanos están obligados a prestarle obediencia civil en todo aquello que se refiere a la conservación del orden público y a la ordinaria administración de la República, en bien del cuerpo social»{11}.

Con mayor razón han de propugnar esta obligación de obediencia algunos autores que del mero hecho de la constitución del poder derivan la legitimidad. Entre ellos merece citarse el ilustrísimo señor don Félix Amat; Arzobispo de Palmira, el cual, en su obra Diseño de la iglesia militante, afirma categóricamente: «Que el sólo hecho de que un gobierno se halle constituido basta para convencer la legitimidad de la obligación de obedecerle, que tienen los súbditos, lo declaró bastante Jesucristo, en la clara y enérgica respuesta: «Dad al César lo que es del César». Sobre tales fundamentos bien puede asentar su máxima el Ilmo. Prelado «Máxima. Es indudablemente legítima la obligación, que tienen todos los socios de obedecer al gobierno, que se halla ciertamente constituido de hecho, en cualquiera sociedad civil»{12}.

Pensamos que nuestros clásicos oirían con grave escándalo esta doctrina. No opinan ellos así.

«A los príncipes seculares..., si no tienen un principado justo, sino usurpado..., no tienen los súbditos obligación de obedecerles, a no ser accidentalmente para evitar el escándalo o el peligro»{13}. [211]

Cuando el Rey es inicuo, «aun en la usurpación de la misma potestad porque tiránicamente la ocupó..., entonces con razón no se obedece a tal hombre, porque no es Rey sino tirano»{14}.

Pero no contradice esta doctrina a la sumisión, que antes hemos propugnado. No ha sido al acaso el haberla llamado así. Sumisión quiere decir cumplimiento de aquello que manda el usurpador pero no dice de dónde se deriva la obligación de cumplirlo.

Suárez parece indicar que esta obligación se funda en el consentimiento de la comunidad, que «suple el defecto de autoridad en el tirano»{15}.

Lugo expresa más claramente esto mismo «Las leyes justas dadas por el tirano son válidas por el consentimiento tácito de la comunidad, que da valor o autoridad a las prescripciones justas del tirano, cuando no puede oponerse al usurpador, por lo cual éste impera pacíficamente»{16}.

Cathrein opina que es la ley natural la que obliga a ese cumplimiento de las leyes del tirano, porque obliga a mirar por el bien común.{17}

Es cuestión menos práctica. Nosotros diríamos que es el sujeto, en que de derecho resida la autoridad –el soberano legítimo o la comunidad social– el que, con su consentimiento y tácita aprobación, da fuerza obligatoria a los actos de gobierno del tirano, necesarios para el bien social. Esta es también la doctrina del Cardenal Mercier.

Acatamiento, aceptación, adhesión

Difícil nuestra labor; cada vez más difícil a medida que vamos entrando más hondo en este análisis, que por fuerza ha de ser un poco minucioso, de las obligaciones ciudadanas para con los poderes ilegítimos.

Cuando se quiere expresar estas relaciones suelen usarse, indistintamente, todas estas palabras: sumisión, obediencia, acatamiento, aceptación, adhesión.

En España, durante estos meses de República, han sonado [212] sin cesar. Y se han aplicado, concretamente, a la relación de los españoles con el régimen y con los gobiernos republicanos. Nosotros no diremos si esos términos están bien o mal empleados con respecto a este régimen y a estos poderes. Nuestro intento es doctrinal y especulativo y el problema se plantea en abstracto: a un poder ilegítimo, ¿le deben los ciudadanos sumisión, obediencia, acatamiento, aceptación, adhesión? Repetimos que la cuestión se refiere al poder ilegítimo pero, eso sí, a todo poder ilegítimo, por muy constituido que esté y por muy de hecho que sea.

Como fórmula general de todas las obligaciones ciudadanas, enfrente de estos poderes, hemos admitido la palabra sumisión y hemos rechazado el concepto de obediencia.

Sumisión implica cumplimiento, con las restricciones antes señaladas, de lo que ordene el poder.

Significa también acatamiento. No hay inconveniente. Acatar expresa esa misma idea de sumisión, envuelta en algún respeto. Pasemos también por lo del respeto, aunque, ciertamente, un poder injusto, que no es autoridad, no parece acreedor a muy profundo respeto.

Vamos a la aceptación. Aceptación nos parece que es la tesis más del agrado de El Debate. Pero, tal vez, entre lo que nosotros hemos oído o leído, quien más de propósito se ha fijado en este preciso concepto de la aceptación y más le ha querido fundamentar ha sido nuestro buen amigo D. José Cimas Leal. En su intervención en la Asamblea de Acción Popular y en algún artículo de la Gaceta Regional, de Salamanca, ha defendido ardorosamente su tesis: «Acatamiento significa aceptación». «Establecido un régimen –dijo en Madrid–, una organización política, no hay más remedio que acatarlo, no por un mandato moral, sino como una consecuencia del principio ideológico de la accidentalidad; hacer otra cosa pudiera tomarse, como ha indicado el Sr. Medina Togores, como una hipocresía... Acatamiento significa aceptación, o no significa nada más que una forma externa, obligada por la ley. Y eso sería una cobardía... Si el acatamiento fuese obligado por la coacción, por la fuerza de la ley, sería para mí una cobardía... No aceptamos el régimen actual porque la monarquía esté bien caída, no. Le aceptamos porque es ya una realidad en el país.»

Y en la Gaceta Regional escribía poco más tarde: [213]

«Ante el principio ideológico de la accidentalidad de las formas de gobierno, pueden distinguirse dos momentos: el uno, previo; posterior el otro a la formación de un Estado. En el momento anterior a la instauración de un régimen, la aplicación del principio de accidentalidad tiene su concreción en una norma inhibitoria, de total abstención; pero, instaurado un régimen determinado (segundo momento), el principio de accidentalidad obliga a la aceptación de la realidad política; de no ser así, de no aceptarse el régimen, quebraría el principio de accidentalidad, roto por la apetencia de otro régimen. No basta, por tanto, hablar de acatamiento como una fórmula externa, impuesta obligatoriamente por un imperativo legal, este acatamiento significaría más bien aguantamiento, que, en frase de un delegado de Zaragoza, sería la manta al brazo que encubriese la navaja de una traición. Acatamiento leal y sincero y sin reservas se identifica con aceptación, a pesar de todas las sutilezas, que quieran diferenciarlas.»

Creemos entender con toda claridad el pensamiento del señor Cimas: Para él todos los regímenes son accidentales. Para que su argumento tenga la fuerza, que él pretende, por accidentales ha de entender indiferentes, iguales. En virtud de este principio, antes de que un régimen se establezca, él se inhibe, no quiere, determinadamente, ni uno ni otro; no labora por ninguno espera a que le llueva uno cualquiera.

Segunda fase: Una vez que al señor Cimas le han traído un régimen, con él se contenta, porque si apeteciese otro le serían todos iguales. Bien venido sea, pues, el que ha venido, ya que ha venido. Él le acata y le acepta.

Por dos razones, que a nosotros nos parecen evidentes, rechazamos esta teoría; y nos atrevemos a rechazarla con tanta mayor libertad, cuanto es mayor el respeto a la persona y la estima y el afecto al amigo.

Primera razón. Toda la teoría se funda en el principio de la accidentalidad de los regímenes, pero en sentido de indiferencia y de igualdad. Como, en su lugar, hemos refutado este principio, nos excusamos de una nueva impugnación.

Segunda razón. Supone nuestro amigo que para aceptar o rechazar un régimen establecido no hay que atender sino a su famoso principio de la accidentalidad. Pero ¿no es verdad que ha de atenderse también a la legitimidad o ilegitimidad, con que se establece, al atropello de las normas eternas de la justicia, que acaso representa, a los legítimos derechos, que siempre deben quedar a salvo? O ¿es que no existen, en derecho político, los [214] problemas de la legitimidad y de la ilegitimidad de la soberanía? Si el Sr. Cimas se desentiende de todas estas cuestiones y para aceptar un régimen, sea legítimo o ilegítimo, se fija exclusivamente en que para él todos son iguales y que es preciso aceptar el que sea una realidad en el país –perdone la sinceridad nuestro amigo– tendríamos que decirle que esa doctrina no dista un punto de la teoría de los hechos consumados, que él seguramente no acepta, entre otras razones, por estar condenada en el Syllabus de Pío IX.

No; acatamiento, el acatamiento debido a los poderes ilegítimos –repetimos que no hablamos, ni en un sentido ni en otro, de la actual República española–, no significa aceptación simple, incondicional, de tales poderes. Podrá significar, acaso, una irremediable aceptación transitoria, pero no una aceptación espontánea, absoluta, definitiva.

Y no vemos ningún inconveniente en que ese acatamiento, que, no llega a aceptación, sea una fórmula externa, si al decir externa se quiere dar a entender la ausencia de un principio interior, informativo, la falta de convicción y la negación de una estricta obediencia. Ante el poder ilegítimo ni hay convicción interna aceptadora, ni existe verdadera obediencia.

Ni hay dificultad en que esa fórmula del acatamiento sea impuesta por un imperativo legal, porque el acatamiento le impone efectivamente el imperativo legal y legítimo del bien común. Ni es cobardía cumplir unas disposiciones gubernativas, que, de por sí no obligan, reservándose, al mismo tiempo, el derecho de legítima rebeldía contra la injusticia y la usurpación. Estas disposiciones se cumplen, mientras perdure la detentación del Poder, por un imperativo de conciencia, porque el bien común lo exige. Pero la misma conciencia reserva el derecho de oponerse, cuando las circunstancias lo aconsejen, a un poder, que no es más que eso, poder, pero no verdadera autoridad.

Mucho más nos complace lo que dijo Gil Robles en su discurso de Madrid: «Nosotros hablamos de sometimiento, yo no sé si voluntario o forzoso, al poder constituido. Fijaos bien que digo sometimiento como obediencia [en un amplio sentido puede admitirse] e insisto en que no sé si forzoso o voluntario, pero que no digo adhesión, que no digo conformidad, que no digo entusiasmo, que no digo colaboración activa»{18}. [215]

Y la propuesta de José María Valiente en la misma Asamblea de Acción Popular «Distinguimos entre autoridad constituida y legislación; a la primera prestamos un sometimiento impuesto por simples razones de convivencia y bien común.»

* * *

Rechazada la aceptación, lógicamente habremos de rechazar también la adhesión, que es algo más. Adherirse, quiere decir conformidad, apego, proselitismo. Bastará esta sencilla explicación verbal para convencerse de la incongruencia de esta expresión. Adherirse a un poder ilegítimo sería consagrar la injusticia y participar de ella.

Nos parece haber notado entre los partidarios del máximo acatamiento a los poderes de hecho cierto empeño en evitar esta palabra, que, sin duda, les parece un poco comprometida. Pero, sin emplear la expresión, pensamos que no anda muy lejos del concepto este acatamiento, que describe El Debate: «El acatamiento no es forzado respeto; no consiste tan sólo en la no agresión. Es preciso que no haya en los ciudadanos «sombra de hostilidad hacia los poderes encargados de regir la cosa pública»{19}.

Por cierto que la frase «sombra de hostilidad hacia los poderes encargados de regir la cosa pública» está copiada de la Pastoral colectiva de los Obispos españoles, los cuales, a su vez, la copian de la carta de León XIII a los Cardenales franceses. Lo mismo el Papa que los Obispos no la emplean para explicar el acatamiento, que se debe a los poderes de hecho; dicen, únicamente, que cuando los católicos luchen por «contener los abusos progresivos de la legislación» nadie podrá «con razón acusarles de sombra de hostilidad hacia los poderes encargados de regir la cosa pública».

¿Colaboración?

La obligación de colaborar con los poderes en la obra de la gobernación del Estado es como un dogma de la política cristiana. Pero no la colaboración al gobierno del tirano detentador.

Los que equiparan el gobierno de hecho, mientras existe al [216] poder normal y legítimo, han de exigir, en consecuencia, a los ciudadanos la misma colaboración que se debe a los gobiernos legítimos.

Decía El Debate en el mismo número, en que daba cuenta de la constitución del gobierno provisional republicano: «Fieles a las enseñanzas, que nutren nuestra convicción, lealmente acatamos el primer gobierno de la República, «porque es un gobierno», es decir: porque representa la unidad patria, la paz, el orden. Y no le acataremos pasivamente, como se soporta una fuerza invencible por la nuestra propia; le acataremos de un modo leal, activo, poniendo cuanto podamos para ayudarle en su cometido»{20}.

Tesis francamente colaboracionista.

Veamos lo que piensan los autores.

Propónese a sí mismo Suárez esta pregunta: Si cuando el tirano es inicuo en la misma usurpación de la potestad, «pueden lícitamente los súbditos obedecer a este Príncipe, si, de otro lado, las leyes son justas por la materia». La razón de la duda es esta: «que obedecer a tal Rey, aun en cosas por otra parte honestas, parece que es cooperación al mal y ayuda de la injusticia y de la tiranía». Inclínase el eximio Doctor a la licitud de tal obediencia, pero con esta condición: «que se evite el escándalo y no se dé ocasión al tirano de afirmarse en su injusticia, sino que más bien se le haga frente, mientras esto sea posible sin inconveniente grave»{21}.

Esta es también la doctrina, por ejemplo, de Meyer, por citar uno de los modernos. «No es obligatorio –dice–, ni, en sí, lícito cooperar positivamente a los actos del usurpador, que tienden directamente a afirmar la usurpación misma en contra del legítimo derecho»{22}.

A la luz de estas enseñanzas podemos distinguir tres clases de colaboraciones:

Colaboración necesaria para el bien común.

Colaboración, que redunda directamente en afianzamiento del poder ilegítimo. [217]

Colaboración no necesaria para el bien común, pero tampoco corroboradora de la usurpación.

La primera es obligatoria, porque la exige el bien común, conforme expusimos al hablar de la sumisión.

La segunda es ilícita, porque es cooperación al mal.

La tercera es libre y permitida, porque, por una parte, el usurpador carece de autoridad para exigirla; por otra, no envuelve malicia especial alguna.

* * *

No conviene, pues, exagerar el deber de la colaboración ciudadana. Para la afirmación de un régimen tiránico, para la consolidación de un poder usurpado nada más a propósito que una pacífica colaboración de todos los ciudadanos. Por eso, una revista tan seria y tan prestigiosa como L'Illustrazione Vaticana se atrevió a enjuiciar de esta manera la posición de El Debate al advenimiento de la República española:

«Gran fortuna –dice esta revista– fue para el nuevo régimen aquel artículo de El Debate, del 15 de abril, en el cual se aceptaba la naciente República y se le ofrecía plena y leal colaboración.
Pareció por un momento que gran parte de la España católica se adhería. Muchos vieron en este inopinado inmediato ralliement el camino mejor para desarmar de antemano al anticlericalismo; muchos otros, por el contrario, recordando la tradición de sectarismo y de odio antirreligioso, en que siempre se habían inspirado los republicanos españoles, no se dejaron engañar. Cierto, así mismo, que nada sirvió mejor para consolidar en sus principios la República como la posición adoptada por el diario católico madrileño. Fue una consigna aceptada por muchos, es verdad, con excesiva esperanza, justificada en cierto modo por la presencia en el Gobierno provisional de dos hombres, que hacían profesión de católicos, Niceto Alcalá Zamora y Miguel Maura. Mas, bien pronto sobrevino la desilusión, y ¡cuán grave y dolorosa!»{23}.

Suscribimos gustosamente este testimonio, que pone de relieve la fuerza de consolidación que lleva consigo la colaboración a un poder.

Por esto había escrito, muy acertadamente, Gil Robles: [218]

«La conciencia y el honor retraen a los ciudadanos de prestar los servicios, que no sean estrictamente indispensables, prefiriendo, en caso de duda, abstenerse cuanto puedan de los oficios públicos, contra toda cooperación, no ya lícita, sino indecorosa simplemente, y haciendo así difícil la situación del detentador, y aún tentándole a represalias y desafueros, que crean en daño suyo y en favor del soberano desposeído, relaciones jurídicas complicadas y difíciles, poco propicias y aun contrarias a la usurpación. En relaciones tan complejas y obscuras, la repugnancia al usurpador resuelve de plano y decididamente, con muy buen sentido, en provecho del legítimo soberano, despojado y proscrito.»{24}

Jesucristo y la sumisión al poder ilegítimo

Los partidarios de la obediencia a todo poder distinción alguna, no se han quedado cortos. Han pretendido apoyar sus doctrinas nada menos que en la Sagrada Escritura, en el Evangelio y en las Cartas de San Pablo.

Y, como primer doctor de su teoría, nos presentan a Jesucristo.

Un día, los discípulos de los fariseos se acercaron a Jesús y le preguntaron: «Maestro; sabemos que eres veraz; dinos, pues, qué te parece; ¿es lícito pagar el censo al César o no?» Esta pregunta era fruto de un conciliábulo, en el que se habían congregado los fariseos para ver de enredar a Jesucristo en sus propias palabras. Efectivamente, el pueblo judío gemía entonces bajo la opresión romana. El César era un poder extranjero. He aquí a Jesucristo colocado en la alternativa de declararse partidario de la dominación romana o rebelde contra el poder constituido.

Jesucristo se da cuenta de la malicia, que encierra la pregunta, y les pide que le muestren una moneda, la moneda legal admitida por los mismos judíos. Y, a su vez, les pregunta: «¿De quién es esta imagen y esta inscripción?» —«Del César», le responden. «Pues dad –les dice– al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»

Esta es la solución, que da Jesucristo. Y en estas palabras es donde se ha querido ver la doctrina de la obediencia a todo poder de hecho. El poder romano, dicen, era en Judea un poder extraño, invasor, de mero hecho. Jesucristo recomienda o manda que se le pague el tributo. Esta es una de las más ciertas demostraciones [219] de sujeción y obediencia. La consecuencia es innegable: Jesucristo impone la sujeción y la obediencia a los poderes de mero hecho.

Supongamos que Jesucristo, al recomendar el pago de los tributos, implícitamente, al menos, hubiera recomendado la obediencia al Imperio romano. Aun así, no se podría deducir la obediencia a todo poder de hecho. Los judíos estaban sometidos al Imperio romano (hacía casi un siglo. Los últimos veinticinco o treinta años vivían en plena sumisión. ¿No se podía conceder ya alguna legitimidad a la dominación romana?

Pero es que Jesucristo, en sus palabras, no resuelve la cuestión de la obediencia, no toca para nada la legitimidad o ilegitimidad de la sumisión judía. Prescindiendo de esta cuestión de fondo, enseña únicamente la obligación del tributo. Esta obligación no necesita fundarse en la legitimidad del dominio romano. Para ella sí que basta el mero hecho de esa dominación aceptada por los judíos en sus relaciones sociales, comerciales, y aun religiosas. En tales circunstancias, el pago del tributo podía ser considerado como uno de los deberes que el bien común, la tranquilidad pública imponían.

Esta es la común interpretación de los exegetas. Véase, por ejemplo, la exposición de Knabenbauer, que recoge las de otros comentaristas como Alapide y Silvio. «Notan Alapide y Silvio que Jesucristo no quiso disputar si los judíos estaban sometidos a los romanos y hechos tributarios suyos justamente o injusta y tiránicamente. El Señor huye de esta cuestión, que algunos disputan con razones por ambas partes, y supone tan sólo lo que es verdad: al mostrar la moneda, ellos se confiesan súbditos y declaran reconocer como soberano al que ejerce el derecho de acuñar moneda. Por lo cual declara, en general, la obligación de pagar lo que sea debido»{25}.

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